Tengo miedo, en mi religión prohiben hacer yoga y/o meditar…

Brenda Shakti

Por Brenda Jeet Shakti Kaur

Hace algunos años, yo también tuve miedo.

El miedo es una reacción sabia del cuerpo y de la mente. Es una señal que nos dice: “algo aquí necesita ser visto”. Nos invita a movernos, a actuar, a despertar. A veces, el miedo nos salva. Otras veces, nos detiene justo antes de sanar.

Fue el miedo a la violencia en mi ciudad lo que me llevó a pedirle a mi esposo que buscara trabajo en Estados Unidos. Gracias a eso, sin saberlo, estaba abriéndome paso hacia una de las experiencias más transformadoras de mi vida: el yoga.

Cuando llegamos a California, mis hijos aún eran pequeños. Disfrutaba estar con ellos, jugar, reír… pero dentro de mí había heridas profundas, emociones guardadas, y una tristeza silenciosa que no sabía cómo nombrar. Intentaba correr para liberar esa energía, pero las alergias me impedían hacerlo. Así que caminaba con mis hijos, íbamos juntos a la tiendita más cercana por lo necesario para cocinar.

Un día, mientras les enseñaba a escoger jitomates, la dueña de la tienda —Carmina— me miró con ternura y me dijo:
“¿Tú no eres de aquí, verdad? Hablas mucho con tus hijos, y todavía están pequeños...”
Me reí. Le conté que acabábamos de llegar. Pronto me sentí en confianza, como nos pasa entre latinas, y le compartí mis miedos, mi ansiedad constante, esa sensación de estar a punto de que algo malo pasara.

Carmina me escuchó y luego me dijo, con una sonrisa que no olvido:
“Tienes que venir a una clase especial… a mí me cambió la vida.”

Me habló de una práctica donde se respiraba, se cantaba, se movía el cuerpo, y el corazón se sentía más liviano. Acepté ir, aunque no sabía bien a qué. No tenía auto, pero ella me ofreció llevarme. Así llegué a mi primera clase de Kundalini Yoga, un sábado a las 7 am. Y algo en mí reconoció ese lugar como sagrado.

El segundo miedo.

Unos meses después, viajamos a México. Allí, cuando familiares y amistades se enteraron de que estaba practicando yoga, comenzaron a advertirme con preocupación:
“Eso es malo.”
“Abres puertas a cosas oscuras.”
“Se mete el demonio.”

Y otra vez sentí miedo. Pero esta vez, era distinto. Ya no era miedo físico, sino espiritual. Un miedo profundo que te hace preguntarte si estás desobedeciendo a Dios, si estás haciendo algo “prohibido”, si estás ofendiendo lo que más amas.

Ese tipo de miedo puede ser paralizante. Porque toca nuestras raíces más profundas. ¿Y si estoy equivocada? ¿Y si me alejo de Dios? ¿Y si me pierdo?

Pero algo dentro de mí —la voz más silenciosa— me dijo:
Mira debajo de la cama. Mira de frente directo hacia el miedo.
(Como cuando era niña y mi mamá me enseñó a enfrentar los monstruos).

¿Y si el miedo era una oportunidad?

Investigué. Leí. Hablé con mis maestras y compañeras. Me sumergí en la experiencia.

Y me di cuenta de algo: no estaba huyendo de Dios. Estaba siempre con Él.

Cada clase me hacía sentir más viva. Más ligera. A veces lloraba. Otras veces me daban ganas de reírme a carcajadas sin razón. Mi cuerpo cambiaba, sí, pero lo más importante era que mi mente dejaba de dar vueltas. Había calma.

Jugaba con mis hijos con más paciencia. Escuchaba a mi familia sin juicios. Me sentía presente. Y pensé:
¿Cómo puede esto ser malo? ¿Cómo podría enojarse Dios por verme sanar, reír, amar más?

La práctica no me pedía cambiar mi fe. Al contrario: me devolvía a ella desde otro lugar. Un lugar más limpio. Más real. Más vivido.

Un canto sin nombre

En estas prácticas se canta, sí. Pero no se invoca a ningún dios específico. Se canta desde el corazón. Desde el cuerpo. Los mantras no tienen nombre religioso. Tienen vibración. Y esa vibración la llenas tú con tu propia verdad, con tu fe, con tu esencia.

Y eso lo sentí como un hogar. Un espacio donde podía respirar a Dios sin miedo.

Hoy, nueve años después…

Tomé una decisión informada, sentida y experimentada:
el yoga no me alejó de Dios. Me ayudó a encontrarme, todo el tiempo, con Él dentro de mí.

Hoy soy maestra. Pero sigo aprendiendo. Cada día me esfuerzo por ser mejor persona. Y sí, aún hay días difíciles. Pero hay más claridad, más silencio, más belleza.

El miedo no es tu enemigo. Es una invitación.
Mírale a los ojos. Escúchalo. Y camina con él hasta que deje de gritar.

Nos vemos en clase.
Con todo mi amor y gratitud,

Previous
Previous

Maria Estrella, una historia vía zoom…